miércoles, 27 de enero de 2016

Autorretrato en espejo convexo / John Ashbery


Autorretrato ante el espejo, 
de Girolamo Francesco Maria Mazzola (Parma, 1503 -Casalmaggiore, 1540)


Como hizo el Parmigianino, con la mano derecha
más grande que la cabeza, adelantada hacia el espectador
y replegándose suavemente, como para proteger
lo que anuncia. Unos cristales emplomados, viejas vigas,
muselina plisada, un anillo de coral corren unidos
en un movimiento sobre el que se apoya el rostro, que flota
acercándose y retirándose como la mano
sólo que está en reposo. Es lo que está
sustraído.Dice vasari: “Francesco se puso un día
a sacarse su retrato, y se miró con ese proposito
en un espejo convexo, como los que usan los barberos…
Para ello mandó a un tornero que le hiciera
una bola de madera y tras partirla por la mitad y
reducirla al tamaño del espejo, con gran arte
se puso a copiar cuanto veía en el espejo"
principalmente su reflejo, del que el retrato
es el reflejo una vez quitado.
El espejo decidió reflejar tan sólo lo que él veía,
que fue suficiente para su propósito: su imagen
barnizada, embalsamada, proyectada en un ángulo
de ciento ochenta grados.
La hora del día o la densidad de la luz,
adhiriéndose al rostro, lo conservan
vivaz e intacto en una ola recurrente
de llegada. El alma se asienta.
Pero ¿hasta dónde puede salir por los ojos flotando
y aún regresar a su nido a salvo? Al ser la superficie
del espejo convexa,la distancia aumenta
significativamente; es decir lo bastante para apuntar
que el alma es prisionera, tratada humanitariamente
mantenida en suspenso, incapaz de avanzar hasta mucho más allá
de tu mirada cuando intercepta el cuadro.
El Papa Clemente y su corte se quedaron “estupefactos”,
quedó Vasari, y le prometieron un encargo
que nunca se materializó. El alma ha de permanecer donde
está
aunque se inquiete, oyendo gotas de lluvia en el cristal,
el suspirar de las hojas de otoño azotadas por el viento,

anhelando estar libre, fuera, pero debe quedarse
posando en este sitio. Debe moverse
lo menos posible. Esto es lo que dice el retrato.
Pero hay en esa mirada fija una combinación
de ternura, diversión y pesar, tan poderosa
en su contención que uno no puede mirar mucho tiempo.
El secreto es demasiado evidente. Escuece su piedad,
hace brotar lágrimas calientes: que el alma no es alma,
no tiene secreto, es pequeña, y encaja
en su hueco perfectamente; su habitación, nuestro momento
de atención.
Esa es la melodía pero no hay letra.
La letra es sólo especulación
(del latín speculum, espejo):
busca el significado de la música sin poder hallarlo.
Vemos tan sólo posturas del sueño,
jinetes del ademán oscilante que hace aparecer
el rostro bajo cielos de tarde, sin
falso desaliño como prueba de autenticidad.
Pero es la vida englobada.
Uno querría sacar la mano
fuera del globo, pero su dimensión,
lo que lo soporta, no lo permitirá.
Sin duda es esto, no el reflejo
de esconder algo, lo que hace que la mano destaque tanto
mientras retrocede ligeramente. No hay forma
de erigirla plana como la sección de un muro:
debe unirse al segmento de un círculo,
volviendo al azar al cuerpo del que parece
tan improbable parte, para cercar y apuntalar el rostro
en el que el esfuerzo de este estado se ve
como el ápice de una sonrisa, un destello
o estrella que uno no está seguro de haber visto
cuando se reanuda la oscuridad. Una luz perversa cuyo
imperativo de sutileza de antemano condena su
presunción de alumbrar: insignificante pero intencionada.
Francesco, tu mano es lo bastante grande
para destrozar la esfera, y demasiado grande,
pensaría uno, para tejer delicadas mallas
que sólo arguyen su posterior detención.
(Grande, pero no tosca, simplemente a otra escala,
como una ballena dormitando en el fondo del mar
en relación con el diminuto, presuntuoso barco
de la superficie.) Pero tus ojos proclaman
que todo es superficie. La superficie es lo que está ahí
y nada puede existir excepto lo que está ahí.
No hay entrantes en la habitación, sólo concavidades,
y la ventana no tiene mucha importancia, ni ese
plateado de ventana o espejo de la derecha, ni siquiera
como indicador del tiempo, que en francés es
le temps, la palabra de tiempo, y que
sigue un curso en el que los cambios son sólo
características del conjunto. El conjunto es estable dentro
de la inestabilidad, un globo como el nuestro, que descansa
sobre un pedestal de vacío, una bola de ping-pong
segura sobre su surtidor de agua.
Y así como no hay palabras para la superficie, es decir,
no hay palabras para decir lo que es realmente, que no es

superficial sino un núcleo visible, así no hay
salida para el problema de pathos contra experiencia.
Ahí seguirás, intranquilo, sereno en
tu gesto que no es abrazo ni aviso
pero que encierra algo de ambos en pura
afirmación que no afirma nada.
Estalla el globo, la atención
se desvía mortecinamente. Las nubes
en el charco se convierten al moverse en fragmentos serrados.
Pienso en los amigos
que vinieron a verme, en qué tal
fue ayer. Un sesgo extraño
de la memoria que atraviesa al modelo que suena
en el silencio del estudio mientras piensa
si levantar el lápiz hasta el autorretrato.
Cuánta gente vino y se quedó algún tiempo,
pronunció palabras claras u oscuras que se hicieron parte de
ti
como la luz tras niebla y arena empujadas por el viento,
influida y filtrada por ellas, hasta que ya no queda
ninguna parte que sea sin duda tú. Esas voces del atardecer
te lo han contado todo y sin embargo prosigue el cuento
en forma de recuerdos depositados en bloques
irregulares de cristales. ¿De quién, Francesco, la mano arqueada

que controla las estaciones cambiantes y los pensamientos
que se van pelando y emprenden el vuelo a velocidades de
vértigo
con las últimas y obstinadas hojas arrancadas
de ramas húmedas? En esto veo tan sólo el caos
de tu espejo redondo que lo organiza todo
en torno a la estrella polar de tus ojos que están vacíos,
no saben nada, sueñan pero nada revelan.
Siento el tiovivo ponerse en marcha lentamente
y cada vez ir más de prisa: mesa, papeles, libros,
fotografías de amigos, la ventana y los árboles
fundiéndose en una sola banda neutra que me rodea
por todas partes, dondequiera que mire.
Y no puedo explicar la acción de igualar,
por qué habría de reducirse todo a una sola
sustancia uniforme, a un magma de interiores.
Mi guía en estas cuestiones es tu yo,
firme, oblicuo, que lo acepta todo con el mismo
espectro de sonrisa, y al acelerarse el tiempo de modo que es
pronto
mucho más tarde, puedo conocer tan sólo la salida recta,
la distancia entre nosotros. Hace mucho tiempo
los datos esparcidos significaban algo,
los pequeños accidentes y placeres
del día a medida que avanzaba desgarbadamente,
un ama de casa con sus quehaceres. Imposible ahora
restituir esas propiedades en la plateada mancha que es
el registro de lo que lograste al sentarte
«a copiar con gran arte cuanto veías en el espejo»
para perfeccionar y excluir lo ajeno
para siempre. En el círculo de tus intenciones quedan
algunas vigas que perpetúan el encantamiento de un yo con
otro yo:
miradas, muselina, coral. No importa
porque estas son cosas que son iguales hoy
antes de que la sombra propia se saliera del campo
por vez primera para hacerse pensamientos del mañana.

El mañana es fácil, pero el hoy está inexplorado,
desolado, reacio como cualquier paisaje
a rendir lo que son leyes de la perspectiva
sólo para profunda desconfianza del pintor
después de todo, un instrumento endeble aunque
necesario. Por supuesto algunas cosas
son posibles, el hoy lo sabe, pero no sabe cuáles. Algún día
intentaremos
hacer tantas cosas como sean posibles
y tal vez lo logremos con un puñado
de ellas, pero esto no tendrá nada
que ver con lo que es hoy prometido, nuestro
paisaje que se nos vuela para desaparecer
por el horizonte. Brilla hoy lo bastante de una envoltura
para mantener la suposición de promesas unidas
en un solo trozo de superficie, que lo dejan a uno volver
paseando desde ellas a casa para que estas
aún mayores posibilidades puedan permanecer
intactas sin someterse a prueba. De hecho
la cascara del cuarto-burbuja es tan resistente como
huevos de reptil: todo allí se ve «programado»
a su debido tiempo; se va incluyendo más
sin que ese más se añada a la suma, y así como uno
se acostumbra a un ruido que
lo mantenía despierto pero ya no lo hace,
así la habitación alberga este flujo como un reloj de arena
sin variar de clima ni de calidad
(excepto quizá para iluminarse sombría y casi
invisiblemente, en un foco que se afila hacia la muerte: habrá
más sobre esto luego). Lo que debería ser el vacío de un
sueño
se va llenando continuamente al ponérsele espita
al manantial de los sueños para que este concreto sueño
pueda crecer, florecer como una rosa de cien hojas,
desafiando suntuarias leyes, dejándonos
para que despertemos y tratemos de empezar a vivir en lo que
se ha convertido ahora en un suburbio. Sydney Freedberg en su

Parmigianino dice del cuadro: «El realismo en este retrato
no crea ya una verdad objetiva, sino una bizarría...
Sin embargo su distorsión no produce
una sensación de falta de armonía...Las formas conservan
una fuerte dosis de belleza ideal», porque
las nutren nuestros sueños, tan inconsecuentes hasta que un día

nos fijamos en el hueco que dejaron. Ahora su importancia
está clara si no su significado. Habían de nutrir un sueño que
las incluye a todas, ya que están
finalmente invertidas en el espejo acumulador.
Parecían extrañas porque en realidad no podíamos verlas.
Y de esto sólo nos damos cuenta en un punto en el que se
esfuman
como una ola rompiendo en una roca, renunciando
a su forma en un gesto que expresa esa forma.
Las formas conservan una fuerte dosis de belleza ideal
al hurgar en secreto en nuestra idea de la distorsión.
¿Por qué estar descontentos con esa ordenación, si
los sueños nos prolongan al ser absorbidos?
Algo ocurre que parece vivo, un movimiento
que sale del sueño para entrar en su codificación.
Al empezar yo a olvidarlo
presenta su estereotipo otra vez
pero es un estereotipo desconocido, el rostro
fondeando, salido de mil peligros, para encarar
otros pronto, «más de ángel que de hombre» (Vasari).
Tal vez un ángel tenga el aspecto de cuantas cosas
se nos han olvidado, quiero decir las cosas
olvidadas que no nos son familiares al
volver a encontrarlas, perdidas inefablemente,
que una vez fueron nuestras. Este sería el motivo
para invadir la intimidad de este hombre que
«se interesó por la alquimia, pero cuyo deseo
no era aquí examinar las sutilezas del arte
con espíritu distanciado y científico: deseaba a través de ellas
transmitir al espectador la sensación de novedad y asombro»

(Freedberg). Retratos posteriores como el «Caballero»
de los Uffizi, el «Joven prelado» de la Borghese y
la «Antea» de Nápoles resultan de tensiones
manieristas, pero aquí, como señala Freedberg,
la sorpresa, la tensión están en el concepto
más que en su realización.
La consonancia del Alto Renacimiento
está presente, aunque distorsionada por el espejo.
Lo que es novedoso es el extremo cuidado en representar
las veleidades de la redondeada superficie reflectora
(es el primer retrato de espejo),
de modo que podrías engañarte por un instante
antes de darte cuenta de que el reflejo
no es el tuyo. Te sientes entonces como uno de esos
personajes de Hoffmann a los que se ha privado
de reflejo, sólo que la totalidad de mí
se ve que está suplantada por la rigurosa
otredad del pintor en su
otra habitación. Lo hemos sorprendido
trabajando, pero no, él nos ha sorprendido
mientras trabaja. El cuadro está casi acabado,
la sorpresa casi pasada, como cuando uno se asoma a mirar,
sobresaltado por una nevada que aún ahora está
terminando en chispas y partículas de nieve.
Tuvo lugar mientras estabas dentro, dormido,
y no hay ninguna razón por la que debieras haber
estado despierto para ello, salvo que el día
se está acabando y te será difícil
conciliar esta noche el sueño, hasta tarde al menos.


La sombra de la ciudad inyecta su propia
urgencia: Roma donde Francesco
trabajaba durante el Saqueo: sus invenciones
asombraron a los soldados que irrumpieron en su estudio;
decidieron perdonarle la vida pero él se fue al poco tiempo;
Viena donde está hoy la pintura, donde
la vi con Pierre en el verano de 1959; Nueva York
donde estoy ahora, que es un logaritmo
de otras ciudades. Nuestro paisaje
rebosa de filiaciones, viajes rápidos de ida y vuelta;
los negocios se llevan con la mirada, el gesto,
los rumores. Es otra vida de la ciudad,
la azogada espalda del espejo del
estudio inidentificado pero dibujado precisamente. Quiere
sacar con sifón la vida del estudio, reducir
a decretos su espacio en el mapa, hacerlo isla.
Esa operación se ha visto paralizada temporalmente
pero algo nuevo está en camino, un nuevo preciosismo
en el viento. ¿Puedes soportarlo.
Francesco? ¿Eres lo bastante fuerte?
Este viento trae lo que no sabe, es
autopropulsado, ciego, no tiene noción
de sí mismo. Es la inercia que una vez
reconocida mina toda actividad, secreta o pública:
susurros de la palabra que no puede entenderse
pero sí sentirse, un escalofrío, una plaga
que sale hacia el exterior por los cabos y penínsulas
de tus nervaduras y así para los archipiélagos
y para el aireado y bañado secreto del mar abierto
éste es su lado negativo. Su lado positivo
es que te hace notar la vida y las tensiones
que parecía sólo que se marchaban, pero que ahora,
a medida que esta nueva manera va cuestionando, se ve que
se apresuran a pasar de moda. Si han de convertirse en clásicos
tienen que decidir de qué lado están.
Su reticencia ha socavado
el decorado urbano, ha hecho que sus ambigüedades
parezcan tercas y cansadas, los juegos de un anciano.
Lo que ahora necesitamos es ese improbable
aspirante al título que aporrea las puertas de un castillo
asombrado. Tu argumento, Francesco,
había empezado a ponerse rancio al no verse venir
respuesta ni contestaciones. Si ahora se deshace
en polvo, eso sólo significa que su hora había llegado
hace ya algún tiempo, pero mira ahora, y escucha:
puede ser que esté ahí almacenada otra vida
en escondrijos de los que nadie sabía; que ella,
no nosotros, seamos el cambio; que de hecho seamos ella
si pudiéramos volver a ella, revivir en parte el aspecto
que tenía, volver nuestros rostros al globo mientras se pone
y aún salir con bien de ello:
nervios normales, respiración normal. Al ser una metáfora
hecha para incluirnos, somos parte de ella y
podemos vivir en ella como de hecho hemos vivido,
con tal de dejar nuestras mentes en blanco porque el cuestio-
namiento
vemos ahora que no se dará caprichosamente
sino de un modo ordenado que no pretende amenazar
a nadie: el modo normal en que se hacen las cosas,
como el crecer concéntrico de los días
en torno a una vida: correctamente, si piensas en ello.
Una brisa como el volver de una página
trae de nuevo tu rostro: el momento
se lleva un enorme bocado de la neblina
de placentera intuición a la que sucede.
Encajar en un lugar es «la muerte misma»,
como dijo Berg de una frase de la Novena de Mahler;
o, para citar a Imógenes en Cymbel'me, «No puede
haber en la muerte pellizco más fuerte que éste», pues,
aunque sólo ejercicio o táctica, lleva
el impulso de una convicción que había ido creciendo.
La mera capacidad de olvido no puede borrarlo
ni hacerlo volver el deseo, mientras siga siendo
el blanco precipitado de su sueño
en el clima de suspiros lanzados a través de nuestro mundo,
un trapo encima de una jaula. Pero es seguro que
lo que es bello lo parece tan sólo en relación a una vida

específica, experimentada o no, canalizada en alguna forma

empapada en la nostalgia de un pasado colectivo.
La luz hoy se sumerge con un entusiasmo
que he conocido en otro sitio, y he sabido por qué
parecía significativo, que otros sintieron así
hace años. Sigo consultando
este espejo que ya no es mío
durante tanta activa ociosidad como esta vez
ha de tocarme. Y la vasija está siempre llena
porque lo único que hay es justamente tanto espacio
y en él cabe todo. La muestra que uno ve no ha de tomarse
como
eso tan sólo, sino como todo en cuanto
puede ser imaginado fuera del tiempo: no como un gesto
sino como totalidad, en el refinado, asimilable estado.
Pero, ¿de qué es este universo el pórtico
pues entra y sale, retrocede y avanza,
negándose a rodearnos y sin embargo la única
cosa que podemos ver? El amor una vez
inclinó la balanza pero ahora está en sombra, invisible,
aunque misteriosamente presente, por algún lado.
Pero nosotros sabemos que no puede intercalarse
entre dos momentos adyacentes, que sus meandros
no llevan a ninguna parte excepto a más afluentes
y que éstos desembocan en una vaga
sensación de algo que no puede conocerse nunca
aun cuando parezca probable que cada uno de nosotros
sepa qué es y sea capaz de
comunicarlo al otro. Pero la mirada
que algunos llevan como señal le hace a uno querer
avanzar haciendo caso omiso de la evidente
ingenuidad del intento, sin que le importe
que no esté nadie escuchando, ya que la luz
ha quedado encendida en esos ojos de una vez para siempre
y está presente, incólume, una anomalía permanente,
silenciosa y despierta. En su apariencia
no parece haber especial razón por la que esa luz
debiera enfocarla el amor, o por la que
la ciudad que cae con sus hermosas zonas residenciales
en el siempre menos claro, menos definido espacio,
debiera verse como el soporte de su progreso,
el caballete sobre el cual se desplegó el drama
para su propia satisfacción y hasta el fin
de nuestro sueño, ya que nunca habíamos imaginado
que acabaría, a la gastada luz del día con la pintada
promesa transparentándose como una prenda, un vínculo.
Este anodino tiempo diurno, que nunca estará definido, es
el secreto de dónde tiene lugar el sueño
y ya no podemos volver a las diversas
declaraciones contrarias acumuladas, fallos de la memoria
de los testigos principales. Lo único que sabemos
es que llegamos un poco pronto, que
el hoy tiene esa especial, lapidaria
calidad de hoy que la luz del sol reproduce
fielmente al proyectar sombras de ramas sobre aceras
amigables. Ningún día previo habría sido así.
Yo solía pensar que eran todos semejantes,
que el presente tenía siempre el mismo aspecto para todo el
mundo
pero esta confusión se desvanece al estar
uno siempre encaramándose en su propio presente.
Sin embargo el espacio «poético», pajizo,
del largo corredor que lleva de vuelta al cuadro,
su oscurecedor contrario, ¿es esto
aguna ficción del «arte», que no ha de imaginarse
como   real,   no   digamos   especial?  ¿No   tiene   también  

su guarida
en el presente del que estamos escapando siempre
y volviendo a caer en él, como la noria de los días
sigue su sosegado, incluso sereno curso?
Creo que está intentando decir que es el hoy
y nosotros debemos salir de él del mismo modo que el
público
se abre paso ahora a empujones en el museo para
estar fuera a la hora del cierre. No puedes vivir ahí.
El gris barniz del pasado ataca toda destreza:
secretos de lavado y acabado que llevó toda una vida
aprender y son reducidos a la condición de
ilustraciones en blanco y negro de un libro en el que escasean
las láminas en color. Es decir, el tiempo todo
se reduce a ningún tiempo en especial. Nadie
alude al cambio; hacerlo podría
suponer llamar la atención sobre uno mismo
lo cual aumentaría el pavor de no salir
antes de haber visto la colección entera
(a excepción de las esculturas del sótano:
están donde les corresponde).
Nuestro tiempo llega a velarse, a verse comprometido
por la voluntad de durar del retrato. Insinúa
la nuestra, que teníamos la esperanza de mantener oculta.
No nos hacen falta pinturas ni
aleluyas escritas por maduros poetas cuando
la explosión es tan precisa, tan excelente.
¿Tiene algún sentido reconocer siquiera
la existencia de todo eso? ¿Existe
acaso? Desde luego no el tiempo libre para
consentirse pasatiempos majestuosos,
ya no. El hoy no tiene márgenes, el acontecimiento llega
de una pieza con sus bordes, es de la misma sustancia,

indistinguible. El «juego» es otra cosa;
existe, en una sociedad específicamente
organizada como demostración de sí misma.
No hay otra manera, y esos estúpidos
que lo confundirían todo con sus juegos de espejos
que parecen multiplicar premios y posibilidades, o
al menos confundir las cosas por medio de un aura
envolvente que corroería la arquitectura
del todo en una neblina de reprimida burla,
están al margen del asunto. Están fuera del juego,
que no existe hasta que ellos estén fuera de él.
Parece un universo muy hostil
pero puesto que el principio de cada cosa individual es
hostil a todas las demás y existe a costa de ellas
como a menudo han señalado los filósofos, al menos
esta cosa, el presente indiviso y mudo,
tiene la justificación de la lógica, que
no es mala cosa en este caso
o no lo sería, si la manera de contar
no se entrometiera de algún modo, tergiversando el resultado
final
en una caricatura de sí mismo. Esto ocurre
siempre, como en el juego en el que
una frase susurrada que da la vuelta a la habitación
acaba en algo completamente distinto.
Es el principio lo que hace las obras de arte tan diferentes
de lo que pretendió el artista. A menudo éste descubre
que ha omitido lo que se puso a decir
en primer lugar. Seducido por flores,
placeres explícitos, se culpa (aunque
secretamente satisfecho con el resultado), imaginando
que tuvo algo que decir y ejerció
una opción de la que apenas fue consciente,
ignorante de que la necesidad sortea tales resoluciones
para crear algo nuevo
por su cuenta, que no hay otra manera,
que la historia de la creación procede según
leyes estrictas y que las cosas
se hacen de este modo, pero nunca las cosas
cuya realización emprendimos y que tan desesperadamente
queríamos
ver nacer. El Parmigianino
debió darse cuenta de esto mientras trabajaba
en su tarea obstructora de vida. Uno se ve forzado a atribuir
la realización perfectamente plausible de un propósito
al terso, quizá incluso suave (pero tan
enigmático) acabado. ¿Acaso hay algo
que merezca tomarse en serio fuera de esta otredad
que se incluye en las formas
más corrientes de la actividad cotidiana, cambiándolo todo
ligera y profundamente, y arrancando la materia
de la creación, cualquier creación, no sólo la artística,
de  nuestras  manos  para instalarla en  alguna monstruosa,
próxima
cima, demasiado cercana para no hacer caso, demasiado lejana
para que uno intervenga? Esta otredad, este
«no ser nosotros» es cuanto bay que mirar
en el espejo, aunque nadie pueda decir
cómo llegó a ser de este modo. Un barco
enarbolando colores desconocidos ha entrado en el puerto.
Estás permitiendo a materias ajenas
quebrar tu día, nublar el foco
de la bola de cristal. Su escenario se pierde a la deriva
como vapor esparcido en el viento. Las fértiles
asociaciones mentales que hasta ahora venían
tan fácilmente, ya no aparecen, o rara vez. Sus
coloridos son menos intensos, desteñidos
por lluvias y vientos otoñales, echados a perder, embarrados,

devueltos a ti porque no valen nada.
Pero somos animales de costumbres en tan gran medida que sus

implicaciones todavía rondan en permanence, confundiendo las

cosas. Tomarse en serio tan sólo el sexo
es tal vez un camino, pero las arenas sisean
al acercarse al comienzo del gran deslizamiento
en lo que ocurrió. Este pasado
está ahora aquí: el rostro
reflejado del pintor, en el que nos demoramos, recibiendo
sueños e inspiraciones en una frecuencia
no designada, pero los tintes se han hecho metálicos,
las curvas y bordes no son tan ricos. Cada persona
tiene una gran teoría para explicar el universo
pero éstas no cuentan la historia entera
y al final es lo que está fuera de cada uno
lo que importa, para él y sobre todo para nosotros
que no hemos recibido ningún tipo de ayuda
para descifrar nuestro inmenso cociente y debemos apoyarnos
en conocimientos de segunda mano. Sin embargo yo sé
que el gusto de cualquier otro no va a ser
de ninguna ayuda, y se le podría también no hacer caso.
Pareció una vez tan perfecto: brillo sobre la delicada
piel pecosa, labios humedecidos como a punto de abrirse
liberando el habla, y el familiar aspecto
de las ropas y muebles que uno olvida.
Este podría haber sido nuestro paraíso: exótico
refugio dentro de un mundo exhausto, pero eso no estaba
en las cartas, porque no podría haberse tratado
de eso. Remedar la naturalidad puede ser el primer paso
para alcanzar una calma interior
pero es tan sólo el primer paso, y a menudo
queda como un congelado gesto de bienvenida grabado al
aguafuerte
en el aire que detrás se materializa,
una convención. Y verdaderamente no tenemos
tiempo para convenciones, salvo utilizarlas
para prender fuego. Cuanto antes se quemen
mejor para los papeles que tenemos que interpretar.
Te lo imploro por tanto, retira esa mano,
no la ofrezcas ya más como escudo o saludo,
escudo de un saludo, Francesco:
en la recámara hay sitio para una bala:
nuestro mirar por el otro extremo
del telescopio mientras tú retrocedes a una velocidad
mayor que la de la luz para al final aplanarte
entre los rasgos de la habitación, una invitación
nunca echada al correo, el síndrome de «fue todo
un sueño», aunque el «todo» dice bastante
sucintamente que no lo fue. Su existencia
fue real, aunque turbulenta, y el dolor
de este sueño que despierta no puede nunca acallar
el diagrama todavía esbozado en el viento,
elegido, pensado para mí y materializado
en el disimulado resplandor de mi habitación.
Hemos visto la ciudad: es el ojo protuberante
y reflejado de un insecto. Todas las cosas ocurren
en su balcón y se resumen en el interior,
pero la acción es el frío y empalagoso flujo
de una cabalgata. Uno se siente recluido en exceso,
cerniendo la luz del sol de abril a la busca de pistas,
en la mera quietud de la tranquilidad de su
parámetro. La mano no sostiene tiza
y cada parte del todo se desprende
y no puede saber que supo, excepto
aquí y allá, en fríos bolsillos
de remembranza, susurros salidos del tiempo.


John Ashbery (Nueva York, 1927)

 En revista Poesía, nº 25, invierno de 1985-1986. Trad. Javier Marías.



Cibernética / Alberto Vanasco



Pero tampoco es eso
es que estoy aqui
echado a la vera del universo
en este rincón tranquilo de la Vía Láctea
casi en su zona exterior

sobre este oscuro corpúsculo que llaman la Tierra
cerca de un sol que devora su hidrógeno
que ha girado diez veces alrededor de la Galaxia
y que arderá todavía otros mil años
y diez mil años más
y cincuenta mil
y un millón
y otras diez mil veces un millón
y después ya no más.

Y arderán los mares mientras tanto
y arderá la tierra
y los hombres refugiados en Plutón harán un nuevo sol con Júpiter
y todo empezará de nuevo.

(porque el universo entero en expansión es sólo una pequeña estrella fría
de la constelación del Tensor

una entre un billón de constelaciones que forman el Segundo Universo)



Alberto Vanasco (Buenos Aires, 1925 - 1993)

En Antología interna 1950-1965, Ediciones Zona, Buenos Aires, 1965.
Edgar Bayley, Miguel Brascó, César Fernández Moreno, Noé Jitrik, Ramiro de Casasbellas, Francisco Urondo, Alberto Vanasco,

Historia del arte / Alberto Girri

Mordimos sobre cuanto existe hasta escarnecerlo, hasta la desvergüenza, una provocación a lo desconocido, un esfuerzo a menudo ...