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Autorretrato ante el espejo,
de Girolamo Francesco Maria Mazzola (Parma, 1503 -Casalmaggiore, 1540)
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Como hizo el Parmigianino,
con la mano derecha
más grande que la cabeza,
adelantada hacia el espectador
y replegándose suavemente,
como para proteger
lo que anuncia. Unos
cristales emplomados, viejas vigas,
muselina plisada, un anillo
de coral corren unidos
en un movimiento sobre el
que se apoya el rostro, que flota
acercándose y retirándose
como la mano
sólo que está en reposo. Es
lo que está
sustraído.Dice vasari:
“Francesco se puso un día
a sacarse su retrato, y se
miró con ese proposito
en un espejo convexo, como
los que usan los barberos…
Para ello mandó a un tornero
que le hiciera
una bola de madera y tras
partirla por la mitad y
reducirla al tamaño del
espejo, con gran arte
se puso a copiar cuanto veía
en el espejo"
principalmente su reflejo,
del que el retrato
es el reflejo una vez
quitado.
El espejo decidió reflejar
tan sólo lo que él veía,
que fue suficiente para su
propósito: su imagen
barnizada, embalsamada,
proyectada en un ángulo
de ciento ochenta grados.
La hora del día o la
densidad de la luz,
adhiriéndose al rostro, lo
conservan
vivaz e intacto en una ola
recurrente
de llegada. El alma se
asienta.
Pero ¿hasta dónde puede
salir por los ojos flotando
y aún regresar a su nido a
salvo? Al ser la superficie
del espejo convexa,la
distancia aumenta
significativamente; es decir
lo bastante para apuntar
que el alma es prisionera,
tratada humanitariamente
mantenida en suspenso,
incapaz de avanzar hasta mucho más allá
de tu mirada cuando
intercepta el cuadro.
El Papa Clemente y su corte
se quedaron “estupefactos”,
quedó Vasari, y le
prometieron un encargo
que nunca se materializó. El
alma ha de permanecer donde
está
aunque se inquiete, oyendo
gotas de lluvia en el cristal,
el suspirar de las hojas de
otoño azotadas por el viento,
anhelando estar libre,
fuera, pero debe quedarse
posando en este sitio. Debe
moverse
lo menos posible. Esto es lo
que dice el retrato.
Pero hay en esa mirada fija
una combinación
de ternura, diversión y
pesar, tan poderosa
en su contención que uno no
puede mirar mucho tiempo.
El secreto es demasiado
evidente. Escuece su piedad,
hace brotar lágrimas
calientes: que el alma no es alma,
no tiene secreto, es
pequeña, y encaja
en su hueco perfectamente;
su habitación, nuestro momento
de atención.
Esa es la melodía pero no
hay letra.
La letra es sólo
especulación
(del latín speculum,
espejo):
busca el significado de la
música sin poder hallarlo.
Vemos tan sólo posturas del
sueño,
jinetes del ademán oscilante
que hace aparecer
el rostro bajo cielos de
tarde, sin
falso desaliño como prueba
de autenticidad.
Pero es la vida englobada.
Uno querría sacar la mano
fuera del globo, pero su
dimensión,
lo que lo soporta, no lo
permitirá.
Sin duda es esto, no el
reflejo
de esconder algo, lo que
hace que la mano destaque tanto
mientras retrocede
ligeramente. No hay forma
de erigirla plana como la
sección de un muro:
debe unirse al segmento de
un círculo,
volviendo al azar al cuerpo
del que parece
tan improbable parte, para
cercar y apuntalar el rostro
en el que el esfuerzo de
este estado se ve
como el ápice de una
sonrisa, un destello
o estrella que uno no está
seguro de haber visto
cuando se reanuda la
oscuridad. Una luz perversa cuyo
imperativo de sutileza de
antemano condena su
presunción de alumbrar:
insignificante pero intencionada.
Francesco, tu mano es lo
bastante grande
para destrozar la esfera, y
demasiado grande,
pensaría uno, para tejer
delicadas mallas
que sólo arguyen su
posterior detención.
(Grande, pero no tosca,
simplemente a otra escala,
como una ballena dormitando
en el fondo del mar
en relación con el diminuto,
presuntuoso barco
de la superficie.) Pero tus
ojos proclaman
que todo es superficie. La
superficie es lo que está ahí
y nada puede existir excepto
lo que está ahí.
No hay entrantes en la
habitación, sólo concavidades,
y la ventana no tiene mucha
importancia, ni ese
plateado de ventana o espejo
de la derecha, ni siquiera
como indicador del tiempo,
que en francés es
le temps, la palabra de
tiempo, y que
sigue un curso en el que los
cambios son sólo
características del
conjunto. El conjunto es estable dentro
de la inestabilidad, un
globo como el nuestro, que descansa
sobre un pedestal de vacío,
una bola de ping-pong
segura sobre su surtidor de
agua.
Y así como no hay palabras
para la superficie, es decir,
no hay palabras para decir
lo que es realmente, que no es
superficial sino un núcleo
visible, así no hay
salida para el problema de
pathos contra experiencia.
Ahí seguirás, intranquilo,
sereno en
tu gesto que no es abrazo ni
aviso
pero que encierra algo de
ambos en pura
afirmación que no afirma
nada.
Estalla el globo, la
atención
se desvía mortecinamente.
Las nubes
en el charco se convierten
al moverse en fragmentos serrados.
Pienso en los amigos
que vinieron a verme, en qué
tal
fue ayer. Un sesgo extraño
de la memoria que atraviesa
al modelo que suena
en el silencio del estudio
mientras piensa
si levantar el lápiz hasta
el autorretrato.
Cuánta gente vino y se quedó
algún tiempo,
pronunció palabras claras u
oscuras que se hicieron parte de
ti
como la luz tras niebla y
arena empujadas por el viento,
influida y filtrada por
ellas, hasta que ya no queda
ninguna parte que sea sin
duda tú. Esas voces del atardecer
te lo han contado todo y sin
embargo prosigue el cuento
en forma de recuerdos
depositados en bloques
irregulares de cristales.
¿De quién, Francesco, la mano arqueada
que controla las estaciones
cambiantes y los pensamientos
que se van pelando y emprenden
el vuelo a velocidades de
vértigo
con las últimas y obstinadas
hojas arrancadas
de ramas húmedas? En esto
veo tan sólo el caos
de tu espejo redondo que lo
organiza todo
en torno a la estrella polar
de tus ojos que están vacíos,
no saben nada, sueñan pero
nada revelan.
Siento el tiovivo ponerse en
marcha lentamente
y cada vez ir más de prisa:
mesa, papeles, libros,
fotografías de amigos, la
ventana y los árboles
fundiéndose en una sola
banda neutra que me rodea
por todas partes,
dondequiera que mire.
Y no puedo explicar la
acción de igualar,
por qué habría de reducirse
todo a una sola
sustancia uniforme, a un
magma de interiores.
Mi guía en estas cuestiones
es tu yo,
firme, oblicuo, que lo
acepta todo con el mismo
espectro de sonrisa, y al acelerarse
el tiempo de modo que es
pronto
mucho más tarde, puedo
conocer tan sólo la salida recta,
la distancia entre nosotros.
Hace mucho tiempo
los datos esparcidos
significaban algo,
los pequeños accidentes y
placeres
del día a medida que
avanzaba desgarbadamente,
un ama de casa con sus
quehaceres. Imposible ahora
restituir esas propiedades
en la plateada mancha que es
el registro de lo que
lograste al sentarte
«a copiar con gran arte
cuanto veías en el espejo»
para perfeccionar y excluir
lo ajeno
para siempre. En el círculo
de tus intenciones quedan
algunas vigas que perpetúan
el encantamiento de un yo con
otro yo:
miradas, muselina, coral. No
importa
porque estas son cosas que
son iguales hoy
antes de que la sombra
propia se saliera del campo
por vez primera para hacerse
pensamientos del mañana.
El mañana es fácil, pero el
hoy está inexplorado,
desolado, reacio como
cualquier paisaje
a rendir lo que son leyes de
la perspectiva
sólo para profunda
desconfianza del pintor
después de todo, un
instrumento endeble aunque
necesario. Por supuesto
algunas cosas
son posibles, el hoy lo
sabe, pero no sabe cuáles. Algún día
intentaremos
hacer tantas cosas como sean
posibles
y tal vez lo logremos con un
puñado
de ellas, pero esto no
tendrá nada
que ver con lo que es hoy
prometido, nuestro
paisaje que se nos vuela
para desaparecer
por el horizonte. Brilla hoy
lo bastante de una envoltura
para mantener la suposición
de promesas unidas
en un solo trozo de
superficie, que lo dejan a uno volver
paseando desde ellas a casa
para que estas
aún mayores posibilidades
puedan permanecer
intactas sin someterse a
prueba. De hecho
la cascara del
cuarto-burbuja es tan resistente como
huevos de reptil: todo allí
se ve «programado»
a su debido tiempo; se va
incluyendo más
sin que ese más se añada a
la suma, y así como uno
se acostumbra a un ruido que
lo mantenía despierto pero
ya no lo hace,
así la habitación alberga
este flujo como un reloj de arena
sin variar de clima ni de
calidad
(excepto quizá para
iluminarse sombría y casi
invisiblemente, en un foco
que se afila hacia la muerte: habrá
más sobre esto luego). Lo
que debería ser el vacío de un
sueño
se va llenando continuamente
al ponérsele espita
al manantial de los sueños
para que este concreto sueño
pueda crecer, florecer como
una rosa de cien hojas,
desafiando suntuarias leyes,
dejándonos
para que despertemos y
tratemos de empezar a vivir en lo que
se ha convertido ahora en un
suburbio. Sydney Freedberg en su
Parmigianino dice del
cuadro: «El realismo en este retrato
no crea ya una verdad
objetiva, sino una bizarría...
Sin embargo su distorsión no
produce
una sensación de falta de
armonía...Las formas conservan
una fuerte dosis de belleza
ideal», porque
las nutren nuestros sueños,
tan inconsecuentes hasta que un día
nos fijamos en el hueco que
dejaron. Ahora su importancia
está clara si no su
significado. Habían de nutrir un sueño que
las incluye a todas, ya que
están
finalmente invertidas en el
espejo acumulador.
Parecían extrañas porque en
realidad no podíamos verlas.
Y de esto sólo nos damos
cuenta en un punto en el que se
esfuman
como una ola rompiendo en
una roca, renunciando
a su forma en un gesto que
expresa esa forma.
Las formas conservan una
fuerte dosis de belleza ideal
al hurgar en secreto en
nuestra idea de la distorsión.
¿Por qué estar descontentos
con esa ordenación, si
los sueños nos prolongan al
ser absorbidos?
Algo ocurre que parece vivo,
un movimiento
que sale del sueño para
entrar en su codificación.
Al empezar yo a olvidarlo
presenta su estereotipo otra
vez
pero es un estereotipo
desconocido, el rostro
fondeando, salido de mil
peligros, para encarar
otros pronto, «más de ángel
que de hombre» (Vasari).
Tal vez un ángel tenga el
aspecto de cuantas cosas
se nos han olvidado, quiero
decir las cosas
olvidadas que no nos son
familiares al
volver a encontrarlas,
perdidas inefablemente,
que una vez fueron nuestras.
Este sería el motivo
para invadir la intimidad de
este hombre que
«se interesó por la
alquimia, pero cuyo deseo
no era aquí examinar las
sutilezas del arte
con espíritu distanciado y
científico: deseaba a través de ellas
transmitir al espectador la
sensación de novedad y asombro»
(Freedberg). Retratos
posteriores como el «Caballero»
de los Uffizi, el «Joven
prelado» de la Borghese
y
la «Antea» de Nápoles
resultan de tensiones
manieristas, pero aquí, como
señala Freedberg,
la sorpresa, la tensión
están en el concepto
más que en su realización.
La consonancia del Alto
Renacimiento
está presente, aunque
distorsionada por el espejo.
Lo que es novedoso es el
extremo cuidado en representar
las veleidades de la
redondeada superficie reflectora
(es el primer retrato de
espejo),
de modo que podrías
engañarte por un instante
antes de darte cuenta de que
el reflejo
no es el tuyo. Te sientes
entonces como uno de esos
personajes de Hoffmann a los
que se ha privado
de reflejo, sólo que la
totalidad de mí
se ve que está suplantada
por la rigurosa
otredad del pintor en su
otra habitación. Lo hemos
sorprendido
trabajando, pero no, él nos
ha sorprendido
mientras trabaja. El cuadro
está casi acabado,
la sorpresa casi pasada,
como cuando uno se asoma a mirar,
sobresaltado por una nevada
que aún ahora está
terminando en chispas y
partículas de nieve.
Tuvo lugar mientras estabas
dentro, dormido,
y no hay ninguna razón por
la que debieras haber
estado despierto para ello,
salvo que el día
se está acabando y te será
difícil
conciliar esta noche el
sueño, hasta tarde al menos.
La sombra de la ciudad
inyecta su propia
urgencia: Roma donde
Francesco
trabajaba durante el Saqueo:
sus invenciones
asombraron a los soldados
que irrumpieron en su estudio;
decidieron perdonarle la vida
pero él se fue al poco tiempo;
Viena donde está hoy la
pintura, donde
la vi con Pierre en el
verano de 1959; Nueva York
donde estoy ahora, que es un
logaritmo
de otras ciudades. Nuestro
paisaje
rebosa de filiaciones,
viajes rápidos de ida y vuelta;
los negocios se llevan con
la mirada, el gesto,
los rumores. Es otra vida de
la ciudad,
la azogada espalda del
espejo del
estudio inidentificado pero
dibujado precisamente. Quiere
sacar con sifón la vida del
estudio, reducir
a decretos su espacio en el
mapa, hacerlo isla.
Esa operación se ha visto
paralizada temporalmente
pero algo nuevo está en
camino, un nuevo preciosismo
en el viento. ¿Puedes
soportarlo.
Francesco? ¿Eres lo bastante
fuerte?
Este viento trae lo que no
sabe, es
autopropulsado, ciego, no
tiene noción
de sí mismo. Es la inercia
que una vez
reconocida mina toda
actividad, secreta o pública:
susurros de la palabra que
no puede entenderse
pero sí sentirse, un
escalofrío, una plaga
que sale hacia el exterior
por los cabos y penínsulas
de tus nervaduras y así para
los archipiélagos
y para el aireado y bañado
secreto del mar abierto
éste es su lado negativo. Su
lado positivo
es que te hace notar la vida
y las tensiones
que parecía sólo que se
marchaban, pero que ahora,
a medida que esta nueva
manera va cuestionando, se ve que
se apresuran a pasar de
moda. Si han de convertirse en clásicos
tienen que decidir de qué
lado están.
Su reticencia ha socavado
el decorado urbano, ha hecho
que sus ambigüedades
parezcan tercas y cansadas,
los juegos de un anciano.
Lo que ahora necesitamos es
ese improbable
aspirante al título que
aporrea las puertas de un castillo
asombrado. Tu argumento,
Francesco,
había empezado a ponerse
rancio al no verse venir
respuesta ni contestaciones.
Si ahora se deshace
en polvo, eso sólo significa
que su hora había llegado
hace ya algún tiempo, pero
mira ahora, y escucha:
puede ser que esté ahí
almacenada otra vida
en escondrijos de los que
nadie sabía; que ella,
no nosotros, seamos el
cambio; que de hecho seamos ella
si pudiéramos volver a ella,
revivir en parte el aspecto
que tenía, volver nuestros
rostros al globo mientras se pone
y aún salir con bien de
ello:
nervios normales,
respiración normal. Al ser una metáfora
hecha para incluirnos, somos
parte de ella y
podemos vivir en ella como
de hecho hemos vivido,
con tal de dejar nuestras
mentes en blanco porque el cuestio-
namiento
vemos ahora que no se dará
caprichosamente
sino de un modo ordenado que
no pretende amenazar
a nadie: el modo normal en
que se hacen las cosas,
como el crecer concéntrico
de los días
en torno a una vida:
correctamente, si piensas en ello.
Una brisa como el volver de
una página
trae de nuevo tu rostro: el
momento
se lleva un enorme bocado de
la neblina
de placentera intuición a la
que sucede.
Encajar en un lugar es «la
muerte misma»,
como dijo Berg de una frase
de la Novena
de Mahler;
o, para citar a Imógenes en
Cymbel'me, «No puede
haber en la muerte pellizco
más fuerte que éste», pues,
aunque sólo ejercicio o
táctica, lleva
el impulso de una convicción
que había ido creciendo.
La mera capacidad de olvido
no puede borrarlo
ni hacerlo volver el deseo,
mientras siga siendo
el blanco precipitado de su
sueño
en el clima de suspiros
lanzados a través de nuestro mundo,
un trapo encima de una
jaula. Pero es seguro que
lo que es bello lo parece
tan sólo en relación a una vida
específica, experimentada o
no, canalizada en alguna forma
empapada en la nostalgia de
un pasado colectivo.
La luz hoy se sumerge con un
entusiasmo
que he conocido en otro
sitio, y he sabido por qué
parecía significativo, que
otros sintieron así
hace años. Sigo consultando
este espejo que ya no es mío
durante tanta activa
ociosidad como esta vez
ha de tocarme. Y la vasija
está siempre llena
porque lo único que hay es
justamente tanto espacio
y en él cabe todo. La
muestra que uno ve no ha de tomarse
como
eso tan sólo, sino como todo
en cuanto
puede ser imaginado fuera
del tiempo: no como un gesto
sino como totalidad, en el
refinado, asimilable estado.
Pero, ¿de qué es este
universo el pórtico
pues entra y sale, retrocede
y avanza,
negándose a rodearnos y sin
embargo la única
cosa que podemos ver? El
amor una vez
inclinó la balanza pero
ahora está en sombra, invisible,
aunque misteriosamente presente,
por algún lado.
Pero nosotros sabemos que no
puede intercalarse
entre dos momentos
adyacentes, que sus meandros
no llevan a ninguna parte
excepto a más afluentes
y que éstos desembocan en
una vaga
sensación de algo que no
puede conocerse nunca
aun cuando parezca probable
que cada uno de nosotros
sepa qué es y sea capaz de
comunicarlo al otro. Pero la
mirada
que algunos llevan como
señal le hace a uno querer
avanzar haciendo caso omiso
de la evidente
ingenuidad del intento, sin
que le importe
que no esté nadie
escuchando, ya que la luz
ha quedado encendida en esos
ojos de una vez para siempre
y está presente, incólume,
una anomalía permanente,
silenciosa y despierta. En
su apariencia
no parece haber especial
razón por la que esa luz
debiera enfocarla el amor, o
por la que
la ciudad que cae con sus
hermosas zonas residenciales
en el siempre menos claro,
menos definido espacio,
debiera verse como el
soporte de su progreso,
el caballete sobre el cual se
desplegó el drama
para su propia satisfacción
y hasta el fin
de nuestro sueño, ya que
nunca habíamos imaginado
que acabaría, a la gastada
luz del día con la pintada
promesa transparentándose
como una prenda, un vínculo.
Este anodino tiempo diurno,
que nunca estará definido, es
el secreto de dónde tiene
lugar el sueño
y ya no podemos volver a las
diversas
declaraciones contrarias
acumuladas, fallos de la memoria
de los testigos principales.
Lo único que sabemos
es que llegamos un poco
pronto, que
el hoy tiene esa especial,
lapidaria
calidad de hoy que la luz
del sol reproduce
fielmente al proyectar
sombras de ramas sobre aceras
amigables. Ningún día previo
habría sido así.
Yo solía pensar que eran
todos semejantes,
que el presente tenía
siempre el mismo aspecto para todo el
mundo
pero esta confusión se
desvanece al estar
uno siempre encaramándose en
su propio presente.
Sin embargo el espacio
«poético», pajizo,
del largo corredor que lleva
de vuelta al cuadro,
su oscurecedor contrario,
¿es esto
aguna ficción del «arte»,
que no ha de imaginarse
como real,
no digamos especial?
¿No tiene también
su guarida
en el presente del que
estamos escapando siempre
y volviendo a caer en él,
como la noria de los días
sigue su sosegado, incluso
sereno curso?
Creo que está intentando
decir que es el hoy
y nosotros debemos salir de
él del mismo modo que el
público
se abre paso ahora a
empujones en el museo para
estar fuera a la hora del
cierre. No puedes vivir ahí.
El gris barniz del pasado
ataca toda destreza:
secretos de lavado y acabado
que llevó toda una vida
aprender y son reducidos a
la condición de
ilustraciones en blanco y
negro de un libro en el que escasean
las láminas en color. Es
decir, el tiempo todo
se reduce a ningún tiempo en
especial. Nadie
alude al cambio; hacerlo
podría
suponer llamar la atención
sobre uno mismo
lo cual aumentaría el pavor
de no salir
antes de haber visto la
colección entera
(a excepción de las
esculturas del sótano:
están donde les
corresponde).
Nuestro tiempo llega a
velarse, a verse comprometido
por la voluntad de durar del
retrato. Insinúa
la nuestra, que teníamos la
esperanza de mantener oculta.
No nos hacen falta pinturas
ni
aleluyas escritas por
maduros poetas cuando
la explosión es tan precisa,
tan excelente.
¿Tiene algún sentido
reconocer siquiera
la existencia de todo eso?
¿Existe
acaso? Desde luego no el
tiempo libre para
consentirse pasatiempos
majestuosos,
ya no. El hoy no tiene
márgenes, el acontecimiento llega
de una pieza con sus bordes,
es de la misma sustancia,
indistinguible. El «juego»
es otra cosa;
existe, en una sociedad
específicamente
organizada como demostración
de sí misma.
No hay otra manera, y esos
estúpidos
que lo confundirían todo con
sus juegos de espejos
que parecen multiplicar
premios y posibilidades, o
al menos confundir las cosas
por medio de un aura
envolvente que corroería la
arquitectura
del todo en una neblina de
reprimida burla,
están al margen del asunto.
Están fuera del juego,
que no existe hasta que
ellos estén fuera de él.
Parece un universo muy
hostil
pero puesto que el principio
de cada cosa individual es
hostil a todas las demás y
existe a costa de ellas
como a menudo han señalado
los filósofos, al menos
esta cosa, el presente
indiviso y mudo,
tiene la justificación de la
lógica, que
no es mala cosa en este caso
o no lo sería, si la manera
de contar
no se entrometiera de algún
modo, tergiversando el resultado
final
en una caricatura de sí
mismo. Esto ocurre
siempre, como en el juego en
el que
una frase susurrada que da
la vuelta a la habitación
acaba en algo completamente
distinto.
Es el principio lo que hace
las obras de arte tan diferentes
de lo que pretendió el
artista. A menudo éste descubre
que ha omitido lo que se
puso a decir
en primer lugar. Seducido
por flores,
placeres explícitos, se
culpa (aunque
secretamente satisfecho con
el resultado), imaginando
que tuvo algo que decir y
ejerció
una opción de la que apenas
fue consciente,
ignorante de que la
necesidad sortea tales resoluciones
para crear algo nuevo
por su cuenta, que no hay
otra manera,
que la historia de la
creación procede según
leyes estrictas y que las
cosas
se hacen de este modo, pero
nunca las cosas
cuya realización emprendimos
y que tan desesperadamente
queríamos
ver nacer. El Parmigianino
debió darse cuenta de esto
mientras trabajaba
en su tarea obstructora de
vida. Uno se ve forzado a atribuir
la realización perfectamente
plausible de un propósito
al terso, quizá incluso suave
(pero tan
enigmático) acabado. ¿Acaso
hay algo
que merezca tomarse en serio
fuera de esta otredad
que se incluye en las formas
más corrientes de la
actividad cotidiana, cambiándolo todo
ligera y profundamente, y
arrancando la materia
de la creación, cualquier
creación, no sólo la artística,
de nuestras
manos para instalarla en alguna monstruosa,
próxima
cima, demasiado cercana para
no hacer caso, demasiado lejana
para que uno intervenga?
Esta otredad, este
«no ser nosotros» es cuanto
bay que mirar
en el espejo, aunque nadie
pueda decir
cómo llegó a ser de este
modo. Un barco
enarbolando colores
desconocidos ha entrado en el puerto.
Estás permitiendo a materias
ajenas
quebrar tu día, nublar el
foco
de la bola de cristal. Su escenario
se pierde a la deriva
como vapor esparcido en el
viento. Las fértiles
asociaciones mentales que
hasta ahora venían
tan fácilmente, ya no
aparecen, o rara vez. Sus
coloridos son menos
intensos, desteñidos
por lluvias y vientos
otoñales, echados a perder, embarrados,
devueltos a ti porque no
valen nada.
Pero somos animales de
costumbres en tan gran medida que sus
implicaciones todavía rondan
en permanence, confundiendo las
cosas. Tomarse en serio tan
sólo el sexo
es tal vez un camino, pero
las arenas sisean
al acercarse al comienzo del
gran deslizamiento
en lo que ocurrió. Este
pasado
está ahora aquí: el rostro
reflejado del pintor, en el
que nos demoramos, recibiendo
sueños e inspiraciones en
una frecuencia
no designada, pero los
tintes se han hecho metálicos,
las curvas y bordes no son
tan ricos. Cada persona
tiene una gran teoría para
explicar el universo
pero éstas no cuentan la
historia entera
y al final es lo que está
fuera de cada uno
lo que importa, para él y
sobre todo para nosotros
que no hemos recibido ningún
tipo de ayuda
para descifrar nuestro
inmenso cociente y debemos apoyarnos
en conocimientos de segunda
mano. Sin embargo yo sé
que el gusto de cualquier
otro no va a ser
de ninguna ayuda, y se le
podría también no hacer caso.
Pareció una vez tan
perfecto: brillo sobre la delicada
piel pecosa, labios
humedecidos como a punto de abrirse
liberando el habla, y el
familiar aspecto
de las ropas y muebles que
uno olvida.
Este podría haber sido
nuestro paraíso: exótico
refugio dentro de un mundo
exhausto, pero eso no estaba
en las cartas, porque no
podría haberse tratado
de eso. Remedar la
naturalidad puede ser el primer paso
para alcanzar una calma
interior
pero es tan sólo el primer
paso, y a menudo
queda como un congelado
gesto de bienvenida grabado al
aguafuerte
en el aire que detrás se
materializa,
una convención. Y
verdaderamente no tenemos
tiempo para convenciones,
salvo utilizarlas
para prender fuego. Cuanto
antes se quemen
mejor para los papeles que
tenemos que interpretar.
Te lo imploro por tanto,
retira esa mano,
no la ofrezcas ya más como
escudo o saludo,
escudo de un saludo,
Francesco:
en la recámara hay sitio
para una bala:
nuestro mirar por el otro
extremo
del telescopio mientras tú
retrocedes a una velocidad
mayor que la de la luz para
al final aplanarte
entre los rasgos de la
habitación, una invitación
nunca echada al correo, el
síndrome de «fue todo
un sueño», aunque el «todo»
dice bastante
sucintamente que no lo fue.
Su existencia
fue real, aunque turbulenta,
y el dolor
de este sueño que despierta
no puede nunca acallar
el diagrama todavía esbozado
en el viento,
elegido, pensado para mí y
materializado
en el disimulado resplandor
de mi habitación.
Hemos visto la ciudad: es el
ojo protuberante
y reflejado de un insecto.
Todas las cosas ocurren
en su balcón y se resumen en
el interior,
pero la acción es el frío y
empalagoso flujo
de una cabalgata. Uno se
siente recluido en exceso,
cerniendo la luz del sol de
abril a la busca de pistas,
en la mera quietud de la
tranquilidad de su
parámetro. La mano no
sostiene tiza
y cada parte del todo se
desprende
y no puede saber que supo,
excepto
aquí y allá, en fríos
bolsillos
de remembranza, susurros
salidos del tiempo.
John Ashbery (Nueva York, 1927)
En revista Poesía, nº 25,
invierno de 1985-1986. Trad. Javier Marías.