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Por Carlos Schilling
Si uno se deja guiar por los aforismos de Heráclito o por
los poemas de Parménides y Empédocles, puede suponer que la poesía está en los
orígenes del pensamiento. Pero también es cierto que en la deriva histórica, la
poesía y el pensamiento siempre mantuvieron relaciones tensas, dialécticas,
cruzadas por más de un malentendido y más de una fusión gloriosa.
El hecho es que la poesía piensa, intenta pensar, y ese
intento resulta incitante y peligroso. En Cuaderno de Juan Amauta, volumen 1,
Alexis Comamala condensa en una serie de prosas poéticas muy breves dos tipos
de luces: el relámpago de la visión y la claridad de la reflexión. En ese
proceso de condensación, inventa una voz ajena –impersonal y violenta, como
venida de otro idioma y de otra época– y le hace cumplir la función de un
látigo o una lanza (como dice en el primer poema del libro).
Se escucha algo imperativo y urgente en esa voz, algo que conmina
y recrimina y que parece buscar una verdad más terminante para la poesía:
“Pretenden que la poesía sea una máquina sin respiro, una acumulación de
vanguardias y de noches sin sed, un tálamo sin vientos enroscados que ya no
rocen o volteen a la historia, sino un cielo despejado de emoción. Si llegas
aquí, fusila a los poetas. Fusílate en la plaza más próxima, verás a la gente
mirar ese pan que nadie come”.
Pensar no significa necesariamente argumentar de manera
lógica sino ahondar en el sentido. Y eso es lo que hace Comamala en cada frase
de este Cuaderno: quiere avanzar, hundirse en las palabras, ir hacia el fondo
del lenguaje, tal vez para traer a las palabras lo que no está en las palabras
o tal vez para llevar palabras a lo que carece de palabras. ¿Quién sabe?
Esa duda se hace eco en las preguntas que plantea el poema
“Los medios y el fin” y que resuenan en todo el libro: “¿Cómo se escribe un
poema? ¿Se mira vaciar el cielo despacio? ¿Se espera algo maravilloso?”. Y las
respuestas –que exhiben la rara condición de ser provisorias y definitivas a la
vez– pueden descubrirse en algunas frases de otros poemas: “No hablemos de la
gloria ni del delirio, todos perecerán, ni Shakespeare ni Neruda aguantarán. Se
borra y luego se escribe” o, más enfático aún: “Quien escribe destruye la
lengua”.
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