martes, 28 de julio de 2009

Dardo / Alexis Comamala



Mercado Norte - Córdoba
Foto: HUGO SUAREZ



Nació portando este nombre, que va directo al centro del cráneo: Dardo Calabressi. Escribo estas palabras que se acercan a lo que le paso a este Dardo. Me produce cierta risa escuchar su nombre en mi boca. Un juego entre dientes, silabearlo, algo grave en su nombre y geográfico en su apellido. Pero escribo sobre este metalmecánico que trabajó durante años en el taller Ancal, al frente de mi casa paterna. Mi patria.
Construían amortiguadores para autos y camiones los trabajadores. De 7 a 17 horas su horario extendido. Dardo con sus compañeros, que eran alrededor de diez o doce, se sentaban al mediodía sobre la vereda o sobre el umbral de mi casa. Con el sol contenido por el paraíso, algunos usaban de catre el fresco umbral del portón verde celeste. Comían su vianda. Sándwich de miga, sándwich de salchichón primavera, otros de pollo o milanesa. Mandarinas, naranjas y bananas. Las pepas de los cítricos -como me gustaba decir a mi cuando chico, corregido por mi abuela, se dice semillas- sembraban la vereda de diminutos blancos. Mi abuela insultaba por lo bajo, el desastre. Salía con la escoba acto seguido cuando se iban los trabajadores de grafa azul.
Mi padre convidaba a Dardo los días viernes con un vaso de vino Toro de botella verde, como excusa para aplacar la sed del yugo. Luego de tomarse tres cuartos del brebaje acariciando al Pinky, nos deleitaba con historias de su pueblo. Estaba solo don Dardo en la vida. Èl se reconocía solo, sin raíces. Sus padres ya hacía tiempo no estaban. Sus hermanos uno rumbo a México para llegar a Estados Unidos y él otro el más grande dedicado a la política en el partido radical. Él era el del medio. Tenía por esos años cuarenta y pico, creo que cuarenta y seis, si el cálculo no me falla. Su esposa había muerto ya hacía ocho años. Hay cosas de las cuales no sé. Tenía once años yo cuando lo vi por última vez con sus posibles cuarenta y seis años.
Calabressi había llegado al país a los siete años, conservando aun cierto acento de su Módena natal. No era de la región de Calabria como esperaban. Era bonachón. Hablaba grave y con timbre alto. Escribía en su memoria distintos relatos, según decía él. A mi padre le decía que cuando terminara de trabajar, cuando se jubilara, escribiría. Cuando dejara los hierros y resortes, las tuercas y los tornos, los bulones y las fresadoras, las prensas y las plegadoras, contaría por escrito. Esta tarea lo hacia inútil explicaba él. Escribir –esto lo entendí mas tarde- es ensuciar el papel y lavar lo no dicho. Dardo buscaba el sustento.
En los recreos laborales leía la Nippur, la Mágnum, el Corto Maltés y otras que no recuerdo. Se olvidaba de sus compañeros de grafa azul, del galpón con máquinas infernales, de la vereda roja de mi casa, se olvidaba del mundo, se olvidaba de él.
Esta vereda roja, para sillón de Dardo, la construyó mi abuelo albañil y, toda la casa también --dentro de poco esta casa no será mía o lo será para siempre--. La vereda roja contenía en sus bordes una guarda blanca, pienso, no sé, que fue un guiño hacia los radicales, ya que era el año 1984. Volvía cierta ilusión, caían otras. Mi abuelo anarquista, y en su reverso comunista declarado por las vecinas. ¿Por que una vereda radical? Lo engañaron y a mí también. Yo colaboré alcanzándole las baldosas con mis cuatro años recién cumplidos. Al terminar la vereda empezó el malestar en el corazón de Salvador, mi abuelo. Don Dardo nos vino a dar su pésame. Lo vi. Recuerdo ciertos gestos, es decir cuando alguien siente la tristeza recorriéndole el cuerpo.
Don Dardo leía, cuando el Pinky entraba en escena o la sirena del recreo anunciaba volver al cotidiano devenir. Me llamaba Amarillo por cierto color de mi pelo.
Una vez de la mano de mi padre entré a la catedral metalúrgica, un amplio corredor de cuarenta metros y luego la gran cúpula de bóveda de cinc y columnas de hierro, el olor de Dios que trabaja con las manos, el olor de las temperaturas de las cosas.
Yo empecé a leer copiando a Dardo con sus historietas para adultos y a mi padre por la lectura del diario La Voz. Al volver del Urquiza un día le pedí a mi madre que me comprara en la feria franca una revista. Ella me hizo elegir. Mortadelo y Filemon elegí, luego vendrían Zipi y Zape, Condorito, Larguirucho, Las aventuras de Patoruzu, Las aventuras de Isidoro, alguna que otra Walt Disney, y dos o tres difusos en mi memoria ejemplares de Asterix. Conocí a estos últimos guerreros gracias a la feria, pero eran más caras, sumado a que traían los mismos números siempre.
Recuerdo más a Mortadelo y Filemón personajes de Bruguera, en las cuales con un aerosol Filemón es convertido en planta carnívora espantosa por su fiel escudero. También conocí por esa época a otros más por álbumes de figuritas más que por globitos, a Superman, Batman, Aquaman, Flash, Capitán América, Mujer maravilla, El Hombre Elástico, y otros superhéroes. Ahora rememoro cosas olvidadas y apelo a la memoria codiciada de dos amigos que luchan codo a codo acordándose de villanos y héroes, de armas y superpoderes, de lugares y pestes nunca vistas. No retenidas por esta corta memoria, hoy entre tinieblas.


Una tarde donde el sol decae y el frío se aloja como lombriz en la boca de tu estómago, así como yelmo de hielo que se irradia por tu cuerpo, me llega un fanzine a mis ojos con letras góticas. Son ocho pliegos sobre un héroe moderno, un trabajador taciturno que se emplea en una fábrica. No se cuál es la serie pero la historieta retoma ciertos hechos que sucedieron antes. El controla unas máquinas en una especie de fábrica de instrumental que se dedica --lo intuyo por los dibujos-- a la confección de aparatología quirúrgica u odontológica. Se ven grandes y pequeñas puntas en los brazos de las máquinas que diseñan sobre metales y mármol. También se puede ver en otro cuadrito cuando se escribe sobre uno de los bordes la marca de la aparatología: Ankel, con la K remarcada en mayúsculas.
La fábrica ubicada en el Estado de Wisconsin, en la ciudad de Milwake, cerca de las orillas de Lago Michigan. En un barrio de pescadores y fábricas que echan fluidos a sus canales, se observan mujeres y hombres con niños caminando por construcciones parecidas a las de Piranessi.
La acción del héroe se desata cuando un comando de patotas violan y degüellan una mujer, la esposa del estibador del puerto, el mejor amigo de la niñez del héroe. Se desata la ira. Es un héroe urbano sin capas ni espada por decirlo así. Una tarde se interna en una taberna y averigua entre los fieles las posibilidades del asesino. La trama es lineal, simple, directa. Todo se encadena. Paso seguido una emboscada en un callejón, se ve al héroe luchando contra dos hombres uno más alto, el otro, menos que él. Se los lleva a los villanos a las rastras hasta la puerta de la fábrica, entre los roces uno de ellos lo muerde en la muñeca. No era Hulk, pero su voluntad era enorme, una y otra iban en esa sintonía. Su tamaño no aumentaba pero sí su ira.
Debo resumir la historia porque no tengo datos para rearmar la saga entera. ¿Donde estará su continuación? Volví donde retiré esta historieta pero no hay datos, recorrí otras librerías de saldo por Av. Olmos y nada. Continúo. Los hombres a punto de ser ingresados a la fábrica Ankel. Se encienden las luces de la máquina principal, el más alto es puesto sobre una especie de prensa sujetado por unas cuerdas. El otro es atado a una silla, es rehabilitado a su conciencia. Este abre los ojos y ve al héroe. Las palabras hacia él son claras y las rememoro: RECORDARÁS. Le instala en sus ojos una especie de abre-pestañas como en La Naranja Mecánica. En fin para que vea a su compañero bajo la luz a punto de ser torturado. Joe, el héroe, cambia la cuchilla por un cincel diamantado, más pequeño y apropiado para la ocasión. La trama hasta aquí kafkiana, como recordarán. Dart Diamond, el héroe urbano escribe sobre la espalda del hombre una palabra. La palabra es vista con horror por su compañero de travesuras. Los gritos del torturado, que sangra, hacen ver más borrosa la letra al pasar los cuadritos. Continuará, dice la viñeta. Dardo de diamante era más o menos la traducción.
Y yo cayendo y recordando al hombre de grafa azul que trabajaba y que los días viernes se tomaba un vino con mi padre al mediodía. Ese taller frente a mi casa paterna, esas máquinas y los trabajadores hacen eco en mí.
Busqué en ese entonces --ahora recuerdo-- los datos de edición de Dart Diamond. Transcribo: editado en mayo de 1997 en Villa María. Ahora corría el año 2005. Transcribo: los dibujos eran de Sebastián Nicolás Jopons (seguramente un seudónimo) y el guión e idea de Walter Giacomelli.
Recordé a Piranessi.
Esta historia no era de esos ochos pliegos, me repetí. No lo eran. Pertenecían a mi infancia, cuando leía a Mortadelo. Sentí odio por la mímesis que había entre esas páginas y mi historia personal. Sentí ira. Tengo sólo restos de la historieta, a las otras partes las rompí en pedacitos. Puse algunas en el cajón de la mesa de luz, en un sobre marrón hasta el momento en que ahora escribo.


Un llamado de mi padre esta mañana me despertó antes de ir a trabajar. Me habló de varias cosas, que esta tarde iría a pagar el teléfono, por ejemplo. Cosas nimias. Que había que limpiar la casa cuanto antes para venderla. Cosas nimias para esta hora.

-Qué pasa viejo --le pregunté.
-Anoche estuve en un velorio- me dijo con voz afligida.
-¿Decíme que paso, quién murió? ¿Un conocido? --contesté.

Noté que la voz de mi padre se entrecortaba y ya no pertenecía a la tecnología, sino a su cuerpo que declinaba.

-Don Dardo hijo, Don Dardo la puta que los parió. Me cago en dios y la santa maría putisima.
Nunca supe que lo estimaba tanto.
-Sí --tardé en contestarle-- me acuerdo de los mediodías en la vereda. Don dardo que macana.

Me salió la palabra macana, como si el pizarrón del colegio hubiera sido borrado sin querer por la maestra y yo no hubiera alcanzado a copiar la oración. Qué macana me repetí. Y sentí bronca. Bronca de mí. Cosas nimias.

-¿Te sentís bien?- continué.
-Sí… que se yo, ya esta… murió asfixiado --dijo él.
-¿Estas bien viejo?--repregunté.
-Lo encontraron envuelto con cinta adhesiva alrededor de toda su cabeza; subiendo desde su boca hacia su nariz pasando también por sus oídos --yo contenía mis palabras, no podía entender; sólo visualizar la escena--.
-Eran varias vueltas… Horrible hijo, horrible. Dejó un cuaderno escrito que decía algo así como “Ahora tranquilo puedo continuar con mi obra”
-¡Uh! Que horrible –dije-- ¿Lo mataron no?
-No, fue por mano propia…parece que ya no le iba también en el negocio de imprentero. Debe haber sido por eso. ¿Sabías que tenía imprenta…no? editaba libritos y volantes, que se yo, esas revistas barriales y otras publicaciones de mierda. También me había dicho que había empezado a escribir cosas, no sé guiones, boludeces…

Me quedé callado
-No, no; no sabía nada. Hace mucho que no sabía nada…hace tres años me acorde de él al leer una revista y me… --dejé un silencio y mi padre continuó--.
-Tenia una imprenta en Villa María, que la compró con la indemnización del taller…dijo mi padre.

Las piernas se me aflojaron, pensé que mi mundo se caía.




Alexis Comamala 

lala

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