I
Éste no es un
país para los viejos. Jóvenes
unos en
brazos de otros, posados pájaros,
—esas
generaciones por morir— en su canto:
y las
cascadas del salmón, los poblados
mares de la
caballa, pescados, carne o ave,
loan todo el
verano el engendramiento,
lo que nace o
que muere. Prisioneros
de esta
música sensual y negligente,
los
monumentos sin edad del intelecto.
II
Un viejo es
un menospreciado, camisa
colgada de un
palo, salvo que el alma
cante,
marcando con las manos
el compás,
más alto a medida
que sea más
andrajoso su vestido mortal.
Y como no hay
escuela de canto
que no
estudie las glorias de su propia
magnificencia,
navego el mar y vengo
hasta la
ciudad santa de Bizancio.
III
Sabios de pie
frente al fuego de Dios
como en los
dorados mosaicos,
vengan desde
el sagrado fuego, aleteen
en la
espiral, y sean los maestros
cantores de
mi alma. Consuman
todo mi
corazón. Enfermo de deseos,
atado al
animal que ha de morir,
no sabe lo
que es; absórbanme
de la eternidad
en el artificio.
IV
Ya fuera de
lo físico, no tomaré
forma de
cuerpo en nada de lo que hay,
salvo en la
que el herrero griego
hace
golpeando y esmaltando el oro,
para tener
despierto al Emperador.
Salvo también
que me ponga a cantar
en una rama
de oro a los señores
y damas de
Bizancio, del pasado,
de lo que
pasa y de lo que vendrá.
William Butler Yeats (Dublín, 1865
- Roquebrune, 1939)
De “Poemas
completos”. Alción Editora. Córdoba, 2011
Trad.Eduardo
D’Anna.
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